El santuario de los Tigres
La noche era espesa en la selva. El aire olía a tierra húmeda y peligro latente. El calor húmedo se pegaba a la piel y el sonido de los insectos creaba una sinfonía constante. Frente a mí, más allá de la cerca electrificada, se extendía la Reserva de Tigres, un santuario donde tigres de Bengala y algunos siberianos convivían en un vasto territorio sin jaulas ni barreras.
Era una visión fascinante: decenas de esos majestuosos felinos moviéndose en libertad, patrullando su reino con la elegancia de depredadores supremos.
La curiosidad me carcomía. No podía estar tan cerca de algo tan impresionante y no verlo de cerca. Tal vez fue la adrenalina, tal vez fue la locura, pero sin pensarlo demasiado, trepé la cerca. Un leve zumbido eléctrico me recorrió el cuerpo al tocar el metal, pero logré impulsarme hacia el otro lado antes de que mi consciencia procesara el peligro.
Apenas mis pies tocaron tierra, un silencio extraño se apoderó de la noche. Apenas había logrado cruzar la cerca electrificada, deslizándome con destreza entre los alambres de seguridad, cuando el rugido de los tigres de Bengala estremeció la selva.
Un crujido en la maleza me heló la sangre. Giré lentamente la cabeza y vi a dos tigres, inmensos, sus ojos brillando como brasas en la oscuridad. Uno de ellos, un Bengala de pelaje dorado y rayas gruesas, mostró los colmillos y dejó escapar un gruñido profundo que vibró en mi pecho como un trueno lejano.
—Maldición…
Sus ojos brillaban como antorchas en la penumbra. Dos de ellos, enormes y musculosos, avanzaban con zancadas letales. Mi corazón martillaba en mi pecho, y el instinto de supervivencia se apoderó de mí. Corrí. Corrí como nunca antes lo había hecho.
Corrí. Corrí como nunca en mi vida, esquivando ramas, saltando sobre raíces y rezando por no caer. Los tigres me seguían de cerca, sus pasos amortiguados pero letales. Los felinos me perseguían con hambre y fiereza. Sus garras rasgaban la tierra húmeda y su respiración se volvía cada vez más fuerte detrás de mí.
Sabía que, si me detenía un segundo, sería mi fin. Pero mientras corría, otro peligro surgió: la zona estaba plagada de cámaras de seguridad y drones de vigilancia. Si me detectaban, no solo tendría que lidiar con los tigres, sino con los guardias armados que patrullaban la reserva.
Un foco de luz blanca barrió la zona. Me lancé al suelo, cubriéndome con hojas y barro. Escuché el zumbido de un dron acercándose. Contuve la respiración. El ojo mecánico pasó de largo, pero los tigres no se detenían.
Apreté los dientes y me impulsé de nuevo, sintiendo el ardor en mis piernas. Un alambre de púas apareció de repente ante mí. Sin tiempo para pensar, me lancé sobre él, sintiendo cómo mi ropa se desgarraba al cruzarlo.
En un destello de desesperación, avisté un edificio a pocos metros: la reserva científica. La única posibilidad de sobrevivir era entrar allí. Pero llegar no sería fácil.
Rodé en el último segundo y sentí el zarpazo rasgar la tierra donde había estado un instante antes. Mi mano encontró una roca y, sin pensar, la lancé con fuerza al hocico de la bestia. No le haría daño, pero lo desconcertaría por un instante.
La Reserva Científica estaba justo adelante, un complejo de estructuras metálicas y con cristales a prueba de balas iluminadas con luces de seguridad. Vi una puerta entreabierta y me lancé de cabeza dentro justo cuando el tigre más grande saltaba tras de mí.
La puerta del edificio estaba a unos metros. Solo tenía que llegar. Un gruñido estremecedor me alertó: uno de los tigres había saltado y estaba en el aire, directo hacia mí.
Corrí hacia la puerta de la reserva científica y, con un empujón desesperado, logré abrirla y cerrarla tras de mí justo cuando las garras del tigre golpearon el metal con brutalidad.
Me estrellé contra el suelo de metal y rodé hasta un rincón, jadeando. La puerta se cerró automáticamente tras de mí con un fuerte chasquido. Me quedé ahí, paralizado, mientras el tigre golpeaba el cristal con una garra gigantesca. Me miró por unos segundos, sus pupilas dilatadas como ascuas encendidas… y luego se alejó, perdiéndose en la penumbra.
Hice un recuento de mi experiencia inicial llena de adrenalina pura.
Dentro, la respiración entrecortada de mi pecho resonaba en el silencio. Me giré lentamente. El lugar estaba oscuro, con luces de emergencia parpadeando débilmente. Mesas llenas de documentos, jaulas con animales exóticos y tubos de ensayo burbujeando con líquidos extraños daban a la sala una atmósfera inquietante.
Pero algo me puso la piel de gallina.
No estaba solo.
A unos metros, oculto entre las sombras, una figura emergió lentamente. Su silueta era alta, su bata blanca apenas visible en la penumbra.
En su mano, una jeringa brillante reflejaba la tenue luz roja de una alarma silenciosa.
—¿Qué demonios haces aquí?
—No deberías estar aquí —dijo con voz baja y calculadora.
Me giré y vi a un hombre de bata blanca, con el cabello revuelto y gafas gruesas. A su lado, una mujer con un chaleco con el logo de la reserva me observaba con los brazos cruzados.
—Eso mismo quisiera saber yo… —murmuré, aún sin aliento.
Mis problemas no habían hecho más que empezar.
Los científicos me llevaron a una sala de seguridad. Me mostraron en las pantallas cómo los tigres deambulaban por la reserva y, en ocasiones, paseaban por los pasillos del complejo. No había jaulas. Aquí, los humanos eran los intrusos, y el equilibrio entre ambas especies dependía de la vigilancia extrema de drones, cámaras y guardianes armados.
—Eres afortunado —dijo la mujer—. La mayoría de los que intentan entrar ilegalmente terminan como cena.
Tragué saliva.
Me dejaron quedarme unos días, pero bajo estrictas normas de seguridad. Aprendí sobre el comportamiento de los tigres, sus estrategias de caza, su inteligencia y su rol en el ecosistema. También vi de cerca su poder: una noche, un tigre destruyó en segundos una trampa para intrusos, arrancando los barrotes de acero como si fueran de papel.
Hubo momentos críticos. Un día, mientras caminaba por un pasillo del complejo, un tigre siberiano apareció en una esquina, bloqueando la salida. Nos observamos por un instante eterno.
Yo sabía que, si corría, él me alcanzaría en un segundo. Me mantuve firme, sin mostrar miedo, recordando lo que los científicos me habían enseñado. El tigre inclinó la cabeza, como analizándome… y luego simplemente se giró y se alejó.
Cuando finalmente me escoltaron fuera de la reserva, volví a mirar a los tigres, esta vez con respeto y admiración. No eran monstruos ni bestias asesinas. Eran reyes en su propio mundo, y yo había sido un intruso afortunado en su reino.
Me alejé, sabiendo que jamás olvidaría esa experiencia y casi el fatal desenlace.
Autor: Leonel Estrella
24/3/2025
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